Recuerdos del Sáhara

 

La Jabar del Nómada Nº 13. 2004

Concepción Pérez Tafalla
Licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Zaragoza


DURANTE mi primer viaje de Madrid a El Aaiún, allá por la primavera del año 1972, yo me imaginaba el desierto como lo vi en una de las películas que varias veces contemplé y muchas me impactó "Lawrence de Arabia"; la travesía, con escala en Las Palmas, se me hizo corta de tanto soñar; aparte las circunstancias del viaje se prestaban al ensueño y la ilusión; yo era muy joven, estaba recién casada y me iba a reunir con mi marido, después de un tiempo separados ya que estaba destinado en Tropas Nómadas, y aunque era nuestro tercer destino, me animaba la ilusión de construir otra vez el hogar, puesto que la vida errante o nómada del militar —en nuestro caso— y también del civil, la mujeres siempre creemos que vamos a recalar en el “puerto seguro”, donde vamos a quedarnos “casi para siempre”, esto nunca puede ser así, por circunstancias obvias.

Al aterrizar en aquel inhóspito aeropuerto sahariano donde me recibió el viento, que me acarició casi agresivamente, con intención de convertirse en el compañero constante, ya que casi nunca para de soplar y azotar en el rostro.

El Aaiún era una ciudad pequeña, pero risueña con un clima más suave que Smara, su capital religiosa,, y menos bonita que Villa Cisneros (actual Dajla), según siempre te dicen los que allí estuvieron, siendo el eterno pique de dos ciudades que, como en todas partes, pretenden ser capitalinas, pero sólo puede ser una de las dos.


Las condiciones de vida urbana en El Aaiún eran bastante arcaicas, pocas casas tenían agua corriente, y las tiendas tipo bazar carecían muchas veces de algún tipo de alimentos, pero te acostumbrabas aciertas carencias. En los años previos a la salida de España hubo algunas cadenas de establecimientos, hoy llamadas franquicias, que se instalaron y recuerdo con mucho cariño los perfumes y colonias extranjeras que me compraba junto con las pastillas de jabón Lux “el placer de las estrellas”.


Yo vivía en El Aaiún, y los fines de semana viajaba en un taxi de un canario, que alquilaba y me llevaba hasta Daora donde había una Base de nómadas en que estaba destinado mi marido. También viví algún tiempo en Hagunia, otra Base nómada más metida en el desierto y a la que se accedía a través de una cadena de dunas impresionante, y que me encantaba contemplar, y pasear cerca de ellas, parecían pirámides de arena cuyo diseño se escapa al ingenio de cualquier arquitecto. Su belleza es delirante, tan desnudas de artificios que parecen almas puras fundiendo el cielo y la tierra; y qué decir de aquellas pistas por donde circulaban los vehículos con cabina y descubiertos en los que los nómadas lucían sus turbantes, cuyos extremos el viento mecía sin rumbo alguno.


Otro aspecto a destacar son los colores ocre del desierto, imposibles de reproducir por paleta alguna de pintor ni cámara fotográfica; el azul del cielo es como el mar, pero su luz deslumbra y fulgura llegando a traspasar el cuerpo. Todas las personas que han estado en cualquier lugar del continente africano siempre hablan de su luz indescriptible, inconmensurable y divina.


Multitud de anécdotas para contar de mi estancia en el Sáhara, con tantas personas que conocimos, aquellos hombres y mujeres aborígenes, de gran belleza en general, sin afeite alguno. Sólo los adornaba su naturaleza, auténticamente feroz y hermosa. Particular mención he de hacer a los niños saharauis, que llamábamos cariñosamente "guayetes", con unos ojos tan vivos y escudriñadores de su entorno tan carente y sin embargo sonrientes y hasta felices; contemplábamos a las mujeres saharauis en los bazares y sobre todo en pleno desierto, con su vida en la jaimas, reunidas con su algarabía de voces y risas. Vestidas de grandeza y desnudas de vanas necesidades, lo que les daba el porte majestuoso de la autenticidad. Tanto hombres como mujeres son "víctimas" de esa naturaleza hostil, pero atractiva, siempre incomprendida por nuestra naturaleza occidental, amante de las comodidades. Para mí aquellas gentes de entonces y supongo que también las de ahora nos dan una lección de "saber vivir".

Todos los que allí vivimos y convivimos sentimos la necesidad de reunirnos a seguir contando y reviviendo nuestras vivencias, cada vez más lejanas en el tiempo, pero vivas y próximas en nuestra mente; para lo cual no reunimos periódicamente para seguir nomadeando por ese hermoso lugar que se llama SÁHARA.